Artículo del FORO IRUÑA: Derecho a decidir

DERECHO A DECIDIR

Por el Foro Iruña: Fernando Atxa, Helena Berruezo, Iñaki Cabasés, Ginés Cervantes, Fermín Ciáurriz, Miguel Izu, Javier Leoz, Guillermo Múgica, Iosu Ostériz y José Luis Úriz.

El derecho a decidir, enunciado en abstracto y sin mayores matices, resulta difícilmente rechazable. Si, como rezaba la Declaración de Independencia de los Estados Unidos según los ideales de la Ilustración que siguen vigentes, todos los seres humanos están dotados “de ciertos derechos inalienables, entre los cuales se encuentra el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad”, es indudable que cada persona tiene derecho a decidir sobre su propia vida.

Tampoco parece discutible, en nuestro tiempo y fruto de una larga evolución histórica que ha desembocado en el sistema democrático, la idea de que toda persona mayor de edad tiene derecho a decidir sobre las cuestiones que afectan a la comunidad en la que vive. A ello se dirigen los derechos políticos que cualquier ordenamiento constitucional reconoce: a la participación política, al sufragio activo y pasivo, a la libertad de asociación, de expresión, etc.

Pero si trasladamos el derecho a decidir de la esfera individual a la esfera de los derechos colectivos, la cuestión se vuelve tremendamente polémica. No tenemos el mismo consenso sobre cuál es el sujeto del derecho a decidir, ni sobre el procedimiento para ejercerlo, elementos tan básicos para definir tal derecho que los condicionan y predeterminan su contenido. La dificultad en avanzar hacia un consenso sobre el sujeto del derecho a decidir (o el ámbito de decisión, dicho desde otro punto de vista) es máxima y quizás insuperable cuando se pone en conexión con el concepto de nación y derecho a decidir se hace sinónimo de derecho de autodeterminación.

En este debate se siguen manifestando dos concepciones clásicas y antagónicas sobre la nación. La de quienes consideran como tal únicamente a una comunidad de ciudadanos organizada en un Estado soberano; esto es, que es el propio hecho de decidir colectivamente como sujeto político lo que crea la nación. Y la de quienes consideran que la nación se constituye por una comunidad humana con determinados lazos culturales o históricos, y que por eso tiene derecho a organizarse en Estado; es decir, que es la existencia previa de la nación la que fundamenta el derecho a decidir colectivamente. Y no faltan otras concepciones políticas que no conceden a la nación el carácter de sujeto único del derecho a decidir y rechazan o limitan los principios de soberanía nacional o de integridad e indisolubilidad de la nación, o que tienen en cuenta nuevas realidades que ponen en crisis el concepto tradicional de Estado-nación. A menudo estas diferentes concepciones se ligan con distintos sentimientos de identidad colectiva; y si todos los sentimientos –plurales, subjetivos e importantísimos para quien los abriga- deben ser tenidos en cuenta y respetados, difícilmente pueden ser soporte de criterios objetivos y de decisiones consensuadas.

Si hallar el sujeto es delicado, acordar el procedimiento para decidir tampoco es sencillo. Hay quien mantiene que el único válido, o cuando menos el único que puede tenerse por expresión acabada del derecho a decidir, es la consulta directa de carácter plebiscitario. Hay quien desconfía o rechaza el método por los riesgos de manipulación, de enfrentamiento o de otro tipo que conlleva; y hay quienes proponen un uso cauteloso del referéndum siempre subordinado a los otros medios de decisión habituales y propios de la democracia representativa.

Creemos en el derecho de decisión, tanto individual como colectivo. Pero también creemos que su ejercicio está condicionado a que previamente se fijen las reglas que han de hacerlo efectivo. Reglas que deben garantizar que el derecho sea realidad, y no mera declaración genérica que nunca da lugar a su ejercicio; cuando una parte de la ciudadanía se siente excluida de las decisiones se generan graves problemas de convivencia. Reglas, por tanto, adecuadas a una realidad concreta y a una capacidad de decidir sobre cuestiones concretas. Que no impongan requisitos o condiciones imposibles de cumplir. Que no impliquen desigualdad, que de ningún modo haya quienes se vean coartados o impedidos para decidir con libertad.

Esas reglas tienen que ser consensuadas. Nadie puede establecerlas unilateralmente. En sociedades complejas como en la que nos toca vivir la regla de la mayoría es un instrumento eficaz para tomar muchas decisiones, pero a menudo resulta insuficiente y debe ceder ante la necesidad de amplios consensos sociales y políticos. Y el consenso resulta especialmente necesario para fijar las reglas del juego a través de las cuales se van a poder hacer realidad los derechos de participación y decisión.

El principio del consenso tiene algunas servidumbres. Nunca será posible si se pretende introducir, como contenido imperativo de las normas que se van a acordar, planteamientos maximalistas. Si cada una de las partes que concurre al debate de donde han de salir soluciones consensuadas pretende que sus propias opciones ideológicas o identitarias, sus propios principios, sus propias concepciones del mundo, su propia definición sobre el derecho a decidir, queden enteramente recogidas y convertidas en contenidos normativos, el proceso resulta estéril. Si se pretende hallar la solución definitiva a los conflictos últimos que están en la raíz de los problemas, olvidando que en la realidad política nada es definitivo, si se pretende atajar cualquier propuesta de cambio con principios irrenunciables y normas inderogables, el debate acaba antes de empezar.

Creemos que en este tipo de debate político es imprescindible una alta dosis de pragmatismo. Los países donde la democracia se ha asentado con mayor firmeza y que cuentan con una cultura democrática más asentada son también los que han cultivado una mayor flexibilidad para adecuar sus instituciones y sus normas constitucionales a situaciones cambiantes, los que asumen que un sistema de organización política solo puede posibilitar una pacífica convivencia, dentro de los problemas y conflictos sociales con los cuales en inevitable convivir, si deriva de una permanente práctica del pacto y del compromiso, que es fruto de muchos acuerdos y consensos parciales que se van anudando día a día. La apuesta por la rigidez, por solemnes principios e instituciones que son incuestionables, por imponer esencias inmutables, suele bloquear y tensionar progresivamente cualquier escenario político hasta hacerlo llegar al punto de ruptura.

Pensamos que debemos exigir a todos los responsables políticos, en el debate que está abierto sobre el derecho a decidir, que hagan un ejercicio de responsabilidad y busquen el mayor consenso posible en la búsqueda de soluciones que, partiendo de la realidad y de las instituciones existentes y respetando los derechos de todos, perfeccionen los mecanismos de participación política y se haga posible y real el derecho colectivo a decidir en todos los ámbitos de convivencia.



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