¿Necesitamos una izquierda nueva? por Enrique Curiel

A medida que nos adentramos en la espiral de la crisis financiera y económica iniciada hace mas de dos años, se multiplican las preguntas y las dudas sobre su naturaleza, la salida de la misma y el papel que esta jugando la izquierda europea. ¿Estamos asistiendo solo a las consecuencias de una recesión convencional y cíclica o nos encontramos ante una crisis sistémica que afecta al modelo de globalización liberal? ¿Podemos salir de la crisis desarrollando exclusivamente políticas anticiclicas o se trata de reformar el capitalismo que ha llegado hasta nosotros? ¿Qué le ocurre a la socialdemocracia Europa? ¿Por qué tantas derrotas políticas? ¿Qué programa y que propuestas defiende en el ámbito de la Unión Europea? ¿Ha llegado el momento de reflexionar sobre el futuro y promover una refundación de la izquierda revisando su acomodación a las tesis neoliberales? ¿Disponemos de instrumentos políticos (partidos y sindicatos) para impulsar reformas y generar amplias mayorías sociales en torno a nuevos objetivos sociales? ¿Quién está pagando el coste de la crisis?

Si las preguntas resultan obvias, las respuestas son más complejas. Una cosa es evidente. Se abre camino un cierto consenso entre sectores de la izquierda europea acerca de varias cuestiones del máximo interés: es urgente avanzar en el debate sobre la propia naturaleza de la crisis, analizar su impacto en el diseño del capitalismo del futuro, proponer reformas progresistas ante el agotamiento evidente de un ciclo fulgurante de la globalización, impulsar reformas estratégicas que una izquierda inteligente y lúcida pueda defender para evitar la crisis del Estado de Bienestar. Y, ante la impotencia de la socialdemocracia, pensar en una nueva formación política reformista, de izquierda, y, coordinada en el ámbito europeo para impulsar las citadas reformas.

Parece ya indiscutible que vivimos la crisis mas grave desde la gran depresión de 1929. No se trata de un simple cambio de ciclo económico, de acuerdo con la teoría económica convencional, sino que, en realidad, nos enfrentamos al fracaso de lo que Eric Hobsbawm califica como “la teología del libre mercado global incontrolado, ilimitado y desregulado”. También desde sectores del pensamiento liberal se ha reconocido el carácter “sistémico” de la crisis. En todo caso, lo que resulta evidente es que la recesión actual, sus orígenes y consecuencias, tienen poco que ver con otras vividas con anterioridad y sobre las que Paul Krugman ha hurgado con precisión. (EL retorno de la economía de la depresión y la crisis actual).

Nadie se atreve a confirmar que estemos atisbando el final del túnel mientras se extiende el temor de que la presente crisis se convierta en una profunda recesión económica de Estados Unidos que haga imposible la aparición de una etapa de crecimiento y estabilidad económica. No parece exagerado afirmar que ha culminado una etapa de la globalización económica concebida de tal forma que hacía imposible su propia sostenibilidad y eficiencia. Tan irreversible es la globalización del mercado, de la producción y de la demanda, como la convicción de que el propio desarrollo de la concepción ultraliberal de la misma ha provocado su colapso. Pocos dudan, entre ellos Jordi Sevilla (“El diablo capitalista”), de que, como en otras ocasiones en la historia, el capitalismo real está abocado a reflexionar sobre sus propias reformas si quiere superar las contradicciones que su lógica ha provocado. La apoteosis del liberalismo y la desregulación tras la caída de muro de Berlín ha contaminado a una socialdemocracia incapaz de responder a las demandas de la actual coyuntura.

La agenda de las reformas está tan repleta como congelada su aplicación. El G-20 muestra su impotencia mientras Alemania nos impone a los países periféricos del euro su propia política de recortes sociales y ajuste financiero. Un informe publicado recientemente, elaborado por economistas keynesianos y marxistas y coordinado por el economista griego Costas Lapavitsas, llama la atención sobre las consecuencias de las simples políticas de austeridad que acabarán con la recesión pero que abrirán años de estancamiento. La llamada “receta de Berlín” (austeridad, mayor liberalización, menor protección al empleo, sindicatos más débiles, desmantelamiento de los convenios colectivos, persistencia de la desregulación financiera) “es la peor opción”. Según el informe se “logrará la estabilización mediante la recesión con un enorme coste para la gente trabajadora…, aunque no hay motivos para pensar que la productividad crecerá de manera espontánea después de la flexibilización”. Las reformas del sistema financiero mundial, las interrogantes sobre el futuro energético, la crisis fiscal, los desequilibrios en el comercio global, el desigual desarrollo de las economías, constituyen problemas globales que demandan soluciones globales con la presencia de una potente izquierda política y social.

El reto no es pequeño. Se trata de intentar salir de la depresión impulsando reformas que nos permitan adivinar el futuro. Pero, ¿quién está en condiciones de inventar el futuro? ¿Qué instituciones globales pueden pensar en términos globales para buscar, consensuar y aplicar soluciones globales aceptables?

Nadie responde a estas preguntas. Desde luego, la socialdemocracia, no. Comparto, aunque no en todos sus extremos, las ideas expuestas por Ignacio Ramonet (Le Monde Diplomatique), al considerar la posibilidad de que la actual socialdemocracia europea esté ante un fin de ciclo. Ramonet se pregunta algo elemental: ¿Por qué la socialdemocracia se muere cuando el ultraliberalismo se halla en plena crisis? “Sin duda”, responde Ramonet, “porque frente a tantas urgencias sociales, no ha sabido generar entusiasmo popular. Navega a tientas, sin brújula y sin teoría; da la impresión de estar averiada, con un aparato dirigente enclenque, sin organización ni ideario, sin doctrina ni orientación…Y sobre todo sin identidad”. Y continúa: “Hace tiempo que la socialdemocracia europea decidió alentar las privatizaciones, estimular la reducción de los presupuestos del Estado a costa de los ciudadanos, tolerar las desigualdadades, promover la prolongación de la edad de jubilación, practicar el desmantelamiento del sector público, a la vez que espoleaba las concentraciones y las fusiones de mega-empresas y que mimaba a los bancos”. Para Ramonet, “la socialdemocracia carece de nueva utopía social…y su imaginación parece hoy agotada”. Los partidos socialistas “no supieron convencer de su capacidad para responder a los desafíos económicos y sociales planteados por el desastre del capitalismo financiero”.

No es casual la oposición radical que está sufriendo Obama con la tímida, pero trascendente, reforma sanitaria aprobada bajo su impulso. El experimento reformista de Obama puede culminar en un gran fracaso si carece de los apoyos, la compresión y la complicidad necesaria por parte de los grandes actores de la política mundial. Y aquí aparece de nuevo la necesidad y la urgencia de que una izquierda nueva responda a las demandas reformadoras.

Es preciso reaccionar. Entre la impotencia de la socialdemocracia y el desastre político acumulado por los residuos de los viejos partidos comunistas europeos, se vistan como se vistan, la izquierda se encuentra bloqueada y amputada. Quizá es la hora de realizar una apuesta nueva, intensamente reformista y coordinada. Las dificultades han convertido a los partidos socialistas en organismos que se baten a la defensiva, y, en el caso español, fuertemente jerarquizado en torno del líder para no perder el poder. Se asumen reivindicaciones del adversario y se prescinde de ideas nuevas y atractivas para tantos ciudadanos que carecen de puntos de referencia. Quizá es el momento de pensar en una izquierda nueva para hacer frente a una crisis larga y vieja.

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