De corrupciones y corruptelas

Artículo publicado en DEIA el 23 Marzo 2012



QUIZÁ la palabra más pronunciada cuando alguien se refiere a la actividad política sea "corrupción". Desde hace unos años es la condición que ensucia, desprestigia y acaba con la credibilidad de una actividad que debiera ser el paradigma de la dignidad y del servicio a la sociedad. En estos años, comentar en conversaciones y tertulias que uno es político significa algo así como que es un parásito social, alguien que se puede lucrar y beneficiar de un trabajo que en teoría debe ser de primera categoría, pero que algunos se han encargado de convertirlo en una ocupación de tercera regional.

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, "corrupción" es: "En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores". O sea, que alguien desde su cargo institucional, o aprovechándose del cargo de alguien próximo y con su connivencia, se lucra económicamente. En términos coloquiales es lo que al resto de los humanos le llaman robar. Es decir, los corruptos políticos son realmente ladrones puros y duros. Por eso, en algunas manifestaciones se pueden leer eslóganes como "este país está lleno de chorizos" y parecidos.

Al inicio de la democracia todos teníamos la sensación de que este peculiar vicio, o delito ahora, solo era propio de las clases más elevadas y desde el punto de vista ideológico de la derecha. El franquismo vio crecer como hongos corrupciones de todos los tipos posibles y además amparadas por un régimen corrupto por naturaleza. Casi nadie pagó por ello. Pero con el hermanísimo de Alfonso Guerra se descubrió que también en la izquierda se daban ese tipo de chorizos, aunque quizás el caso de Urralburu, Aragón, Roldán y otros en la Navarra de gobierno socialista fue el que definitivamente descubrió que en la izquierda también existían ladrones, sinvergüenzas que utilizaban sus cargos institucionales para enriquecerse.

Además, ese caso fue especialmente doloroso porque tuvo dos componentes que lo agravaron: que se utilizaron las amenazas de ETA sobre una emblemática obra como la Autovía del Norte para alcanzar sus objetivos y que se mezcló con una hipotética financiación ilegal del PSOE, que nunca se pudo comprobar pero que abrió la puerta de la desconfianza, el descrédito y la pérdida del poder consiguiente.

Con aquellos casos, la izquierda demostraba que su seña de identidad fundamental: la ética que debe presidir todos sus actos, había sido pisoteada por canallas que aprovechándose de sus cargos políticos habían sido capaces de tirar por la borda años de lucha honesta de miles de personas, de militantes que sin tener ninguna culpa pagaban la vergüenza, su vergüenza, ante vecinos, compañeros de trabajo y amigos sin saber muy bien cómo salir de ese cruel bucle.


El debate posterior giró alrededor de qué mecanismos se debían de aplicar para evitar que eso pudiera ocurrir en el futuro. Quizás el poder casi absoluto que el PSOE llegó a tener en esa época creó en esos sinvergüenzas la sensación de impunidad, de que todo era posible y de que nunca les podrían pillar. Afortunadamente no fue así y los escándalos salieron a la luz, uno tras otro.


La posterior llegada de la derecha al poder consiguió un pequeño respiro, aunque el poder municipal y autonómico que aún se conservaba siguió produciendo una sangría de escándalos que nadie era capaz de parar. Se pasó de las pequeñas hazañas del hermanísimo en Andalucía a la gravedad del caso de los ERE. La derecha, mientras tanto, desangraba el prestigio político con los casos derivados de la trama Gürtel, Palma Arena, etc. La monarquía se unía al coro con Urdangarin de abanderado y la Iglesia no quiso quedarse al margen con el expolio del patrimonio religioso-cultural. Un desastre, un perfecto desastre.

También ha pegado cerca. Antes con un PNV que estuvo demasiado tiempo en el poder (quizás un método eficaz para evitarlo sea la alternancia constante) y ahora con el caso del cuñado de Patxi López. Todo indica que algo huele a podrido con Melchor Gil, con sus billetes de 500 euros, y lo mejor que puede hacer el PSE es investigar a fondo lo ocurrido y depurar con la máxima urgencia las responsabilidades que se hayan podido producir. Esa es la clave, que la izquierda responda de diferente manera a como lo hace la derecha en los casos de corrupción . Nuestra ética nos debe llevar a crear cortafuegos eficaces que los eviten y a que en el caso de que no sean eficaces se responda dando la cara, sin tapujos ni ocultaciones.

Siempre he odiado esa frase que pronuncian solemnemente los que quieren perpetuarse en el poder interno: "la ropa sucia se lava en casa" sin luz ni taquígrafos. ¡De eso nada! La ropa sucia se lava de cara a una sociedad que nos exige hacerlo así. Los partidos políticos detentan tal poder que deben ser absolutamente transparentes hasta en la hora de hacer la colada. Es la única manera de ir recuperando la credibilidad perdida y consiguiendo trasladar que los corruptos son una minoría que se nos cuelan de vez en cuando pero que somos extraordinariamente rígidos a la hora de perseguirlos, caiga quien caiga.

La creación de cortafuegos exige que la estancia en la política institucional tenga una rotación constante, de ahí lo del límite de mandatos, evitando la acumulación de cargos, la profesionalización de quienes en su vida solo ejercen de políticos. Hay que estar (de paso) en política, no ser político, como si fuera una profesión.

Pero no solo ocurren casos mediáticos de corrupción, quizás las corruptelas que también nos abrasan y que pasan más desapercibidas sean el caldo de cultivo de las primeras. Que en Navarra, por ejemplo, el acceso del PSN a un poder compartido con la extrema derecha que representa UPN, además de un terrible error haya supuesto la colocación de todos los amiguetes, resulta una aberración para un partido de izquierdas. Es lo primero que habría que desterrar, cada puesto debe ser cubierto por quien sea más eficaz, por quien conozca el área más de cerca. ¿Cómo puede encargarse de obras públicas quien solo conoce las autopistas por haber circulado por ellas? ¿O bienestar social quien lo más cerca que ha estado de su problemática es al besar a sus abuelos?

La izquierda en general, la de allí y la de aquí, debe hacer un análisis en profundidad del porqué en los últimos años han aflorado en su seno tantos casos de corrupción, teorizar sobre las medidas a tomar y aplicarlas con la máxima rigidez. Siempre dando la cara y asumiendo con rapidez nuestras responsabilidades, evitando reaccionar con el: "pues anda que tú", que utilizamos a veces a la defensiva.

La izquierda debe ser adalid en la lucha contra la sinvergüencería en política, expulsando sin piedad a quienes la practiquen en su interior. Quizás así seamos capaces de que la sociedad nos deje de ver como oportunistas, caraduras que entramos en ella solo para aprovecharnos de su práctica y así volver a darle la dignidad que tuvo desde que se inició hace siglos ya en la Grecia clásica. Ojalá seamos capaces de hacerlo.

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